Para Annie Grizzle: por los veranos que no
compartimos historias sobre ballenas.
Cetáceos
Diego: niño de melena gris empapada de cebo y de sudor.
Esta es la historia de Diego, mi historia sobre Diego: un niño de melena gris empapada de cebo y de sudor, que pasó los primeros años de su infancia dentro de una ballena jorobada. ¿Qué podría tener de favorable para la vida humana habitar un cetáceo? ¿Qué ofrecían las entrañas de este ser de particularidad lumbar? ¿La vida es muy distinta al interior de edificios, casas, remolques, narvales, orcas y cachalotes?
Para poder instalar una familia dentro del cuerpo de una ballena se necesitan intestinos de más de 74 metros de longitud, un corazón más grande que un auto y bastante materia moldeable, aquella que permita el paso del calor a velocidades distintas. Diego nació en aguas frías, abrazado a la temperatura materna, entre las costillas de un cetáceo misticeto. Como todos los humanos, al nacer ya sabía nadar. Su piel, a las pocas semanas de vida y como la piel de pocos humanos en la Tierra, se acostumbró a las plantas digeridas, a los humos de ánimos variables y a las humedades del cetáceo negro con barriga gris.
Diego fue ágil al aprender el equilibrio y pronunció sin prisa las palabras del lenguaje humano. Todo plagado de ecos de intestino, todo a veces transmitido a la distancia.
El cuerpo de una hembra de ballena jorobada tiene aproximadamente dieciséis metros de longitud. Supongamos que la distancia entre su estómago y sus costillas abarca más de cinco metros, espacio insuficiente para albergar a tres humanos. El interior de la ballena que vio nacer a Diego tuvo, sin embargo, en plastas y restos sólidos, la materia de vida necesaria para alimentar a tres humanos y mantenerles en un estado de constante exploración. De Diego no se imprimieron las primeras fotos familiares, testigos de su nacimiento y su crecimiento en las vísceras y el humedal; como huellas de sus primeros años de vida, las palmas de sus manos y las diminutas pisadas de sus pies quedaron marcadas en el sistema que permite respirar bajo las aguas.
Los padres de Diego, humanos de ropas desgastadas, habían pasado cuatro años instalados dentro del cetáceo. Investigaban las longitudes de sus órganos, la hinchazón del costillar, la vida dentro de la vida y la respuesta a la manipulación de un intestino digerible. Pesquisa para una tesis sobre mamíferos marinos. El nacimiento de Diego trajo cambios en la entraña.
Exhaustos de observar y hacer notas entre ellos, los adultos de humano buscaron y hallaron una triada de pretextos para salir de la ballena: la peste de los peces, el plancton y su putrefacción, la salud nada frágil de su hijo.
Los progenitores de Diego fueron una caricatura de ellos mismos: exploradora y explorador pelirrojos que calzaban tenis con los cuales no podían resbalarse, científica y científico convencidos de su humano respeto por la vida y sus misterios. Financiaron ellas mismas una investigación para comprender el funcionamiento del intestino de uno de los seres más grandes que ha habitado el planeta Tierra. Tras una triada de años viviendo el encierro y la maravilla dentro del sistema orgánico al cual llamamos ballena jorobada, DO RE MI y MI RE DO (de esta forma nombraremos a la parentela de nuestro protagonista) sintieron el amor de forma diferente. Así, decidieron crear un corazón para dar calor al ser de agua misticeto, aquel mamífero que en vez de dientes usa barbas para filtrar el agua y la vida que lo nutre.
A los pocos años de nacer la cría humana, la familia resolvió desplazarse a arenas secas, fuera del costillar y los órganos de la ballena. Como en los cuentos infantiles, lograrían esta misión tomando impulso por la presión que se crea en el orificio de la parte superior de la cabeza del cetáceo. Una de las preguntas más comunes sobre las ballenas es el nombre del agujero por el cual éstas logran respirar. El nombre que le han otorgado los biólogos, esmerados en la legitimar sus nomenclaturas por medio del latín, es espiráculo. Hasta ahora no sabemos cómo han nombrado a ese hoyo de expulsión las propias ballenas.
Si miramos con cuidado las fotos marinas y aéreas seremos capaces de observar que los espiráculos de los cetáceos misticetos, como la ballena jorobada, tienen una apertura doble.
Diego y sus padres habrían tirado los dados para planificar el día de su fuga si hubieran cargado herramientas para los juegos de azar. Fue otra la condición que los obligó a salir sin titubeos; había mucosa en todas partes: mucosa transparente adornando la tráquea, mucosa amarillenta abrazando el intestino, mucosa en diferentes tonalidades verdes en lo que se alcanzaba a ver del paladar. Los humanos habían enfermado a la ballena. Los tres seres exclamaron disculpas y salieron avergonzados de su ciencia y de sus cuerpos.
Tres organismos, compactándose en los agujeros de un espiráculo brilloso, extendieron los dedos de las manos y aletearon al sentir el aire mojado fuera del mar. Volaron por un segundo para caer con violencia nuevamente entre las aguas.
Diego conoció el cielo aleteando sus rasgadas latitudes.
Diego sale, juega, habla con los humanos sin dificultad. Ellos no creen la historia de su nacimiento, sin embargo, están atentos a su piel mientras miran que Diego los está mirando. Ese niño no es bronceado; tiene la piel morada como los campesinos que plantan tomate, pero sin la agresión de los abonos de fábrica. Diego conoce el interior de una ballena y no tiene noción aún del envenenamiento.
Corset de palabras
Pauso el tecleo de mi tesis y escribo un cuento sobre la vida de Diego, un niño que solía jugar con cubetitas amarillas en la orilla de las playas. También moldeaba peces de arena con recipientes de plástico y fierro manchado. Diego miraba el cielo con el agua. No era nostalgia de volver al interior de la ballena lo que proyectaba con la respiración, sino curiosidad por ese punto en el cual se conectan los azules de infinito. Los azules le parecen tan distantes a la obscuridad que latía dentro del cetáceo barbudo que le dio morada en sus primeros pasos.
En tus palabras primigenias, Diego, hubo canto de ballenas.
Mientras rayaba un libro con líneas de grafito, miré las huellas de tu risa en la arenisca. Yo tomaba el sol e imaginaba mis palabras del futuro; escribía una tesis doctoral. Como tiras pre-hechas de hombres viejos, canosos y trajeados construimos esa cosa llamada tesis.
Enjaulaba ideas ajenas y de pronto aparecieron dos pupilas proyectando la piedad de un basset hound: claridad de los precipicios salinos.
Estaba en medio de un viaje a la playa. Ahí miré a Diego planchando los picos de las olas, piel de pecas, pobreza en la mirada. Él me reconoció ajena a su país.
Cetáceos II
¿Qué tenía Diego oculto entre las manos, brillando como escamas, girando en el reflejo obscuro de sus iris?
—Extiende la mano para mí, no me dan miedo los caracoles —pedí con ternura.
—¿Los cangrejos?
—Solo sus tenazas.
—Se llaman clorofilas.
—No es cierto, eso es algo de las plantas.
—Se llaman clorofilas naranjas, como tu ropa de baño.
—Mi ropa de baño es azul.
—Yo la veo naranja, como tu piel.
Abrió la mano y mostró la esfera: en el pellejo de su palma había un fragmento de agua que fue gota del interior de la ballena, la ballena jorobada que recordó la muerte que la habitó. Sin tener idea de su impacto, quiso brillar en mí.
—Tú no te llamas Diego, no puedes contener ese infinito entre los dedos.
Me ayudó a curar mis articulaciones laceradas por el impacto. Mientras las yemas de sus dedos tocaban la palma de mi mano, sugerí:
—¿Lo quieres arrojar al mar? A mí me asusta. Podrías agradecer si envías su luz. Tal vez todo termine en el corazón de su primera morada.
Diego ya se estaba deshaciendo. Su escurrimiento y su fuga no eran arena desmoronada o hielo derretido. No recuerdo cómo desapareció, puedo recrear solamente sus ojos intentando no llorar.
—Diego, ¿dónde están papá y mamá? ¿quieres que me quede contigo?
El infante no se desplomó, en cambio había una ausencia. Escuché con voz clara mi nombre: “Mira, Ariadna, estoy adentro”. Volteé la cara y lo vi en el mar, me adentré corriendo para abrazarlo.
Los humanos se adaptan a los medios menos predecibles: guerras, hospitales, casas en medio de la jungla, basureros, pandemias, opulencia mostrando su aberración, intestinos de ballenas jorobadas.
—¡Ahora no puedes volver a la ballena, le harías daño! —grité mientras hundía los pasos veloces en el agua.
Me miró con ojos mojados y se sumergió en el mar.
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Fueron unas manos infantiles las que me tomaron los tobillos dentro del agua y de pronto una carcajada también me hizo reír. El suspiro más profundo, el alivio más alentador. Es de noche, Diego, y tú no necesitas mi regazo.
Salimos del mar desacelerando el ritmo de nuestros corazones. Caminamos tomando nuestras manos de tamaños diferentes y sintiendo un frío distinto a causa del viento que acariciaba las gotas de agua en nuestra piel, ahora confundida con el púrpura nocturno.
Diego volvió al hogar con sus padres y al día siguiente me pidió quedarme en la orilla, lejos de las olas. Renuncié a la tesis y a portar ideas ajenas en teclas y trazos de tintero. Compré un poco de manta para construirme un techo y Diego y sus padres acompañaron la edificación de mi casa de piedra salina.
Algún crepúsculo aparece a veces en las manos moradas del infante, sin líneas de destino.
Algunas tardes me encuentra rayando hojas y haciendo anotaciones. Cierro el libro o el cuaderno, Diego comparte el camastro junto a mí y esperamos juntos el sonido de ballenas. No hay miedo en el instinto de las ondas espumosas y aguardamos en silencio la obscuridad del cuerpo de los cetáceos. Observamos sus destinos, mientras pensamos en los nuestros, en la calma sin horas de la mar.
Pintura “Whale” de Olga Nikita
| Diana Rodríguez Vértiz (Ciudad de México, México, 1987). Latinoamericanista. Doctora en Estudios Latinoamericanos por la UNAM en el área de literatura y Maestra en Hispanic Studies por la University of Washington. Sus intereses se centran en la poesía latinoamericana de los siglos XX y XXI, las literaturas del mundo y los Animal Studies. Ha publicado en Revista Oculta y La Jardinera (ebook). |
